San
Juan Chamula es una pequeña población situada a unos 10 kilómetros
de San Cristóbal de las Casas, en
Chiapas.
Esos 10 kilómetros
separan dos mundos situados a siglos de distancia. Los turistas están
muy presentes en ambas ciudades, pero mientras en San Cristóbal
campan a sus anchas, disfrutando de las comodidades del mundo
civilizado, mezcladas con una dosis apropiada de exotismo indígena, en San
Juan Chamula parecen perdidos, incapaces de asimilar el halo de
misticismo tzotzil que este pueblo ha mantenido intacto, pese a la
llegada de los viajes organizados. Tal vez, ninguna de estas ciudades
sea una rosa silvestre, pero sigue habiendo diferencia entre las
rosas de invernadero y las rosas de plástico.
El
punto neurálgico de la vida en Chamula es su iglesia. Hasta llegar a
ella, debemos cruzar una plaza ocupada por mujeres mayas, que
intentan vendernos sus productos artesanales.
Muchas van acompañadas de sus hijos. Apenas se ven hombres
soportando el sol que cae a plomo sobre la plaza.
Al
entrar en la iglesia, uno se ve transportado a otro universo. En un
suelo inundado de agujas de pino, hay mujeres y hombres (en este caso
hay mayoría de hombres) que se emborrachan con Pox o beben vaso tras
vaso de Coca-Cola, todo ello entre el humo que se desprende de las
incontables velas que abarrotan el templo. También vemos varios
huevos y gallinas que
pronto serán sacrificadas.
Todos estos elementos forman parte del ritual tzotzil, por el que se
pide a los santos la sanación de los seres queridos. La atmósfera
se vuelve aún más misteriosa y casi onírica, gracias a los acordes
de la hipnótica melodía que sale de un acordeón, mientras un
chamán con una chaqueta de piel de oveja, dirige una especie de rezo
en un algún idioma maya. Cerrando los ojos, me siento cerca de
Carlos Castaneda, flotando entre “Las enseñanzas de Don Juan”.
Desde luego, no me siento en una iglesia católica, pero así es, por
increíble que parezca.
Nos
cuentan que hace años la iglesia se incendió y los feligreses
culparon a los santos, poniendo sus numerosas figuras boca abajo como
castigo. No sé si será verdad, pero creo que es más que probable.
Al
salir del templo, el
sol sigue brillando con rabia en el cielo. Veo a un anciano vendiendo
CD´s grabados con la extraña melodía que acabo de escuchar e
inmediatamente me compro uno. Extrañamente, me recuerda a algunas
canciones de la Velvet Underground por su cadenciosidad narcótica,
derivada de su estructura reiterativa.
Nos
vamos sin fotos de la iglesia, tal y como mandan sus normas. Al echar
un último vistazo, pienso que no hace falta; nunca me olvidaré de
San Juan Chamula, el pueblo mexicano de los adictos
a la Coca-Cola.