-‘¿Naciste
allí?’
Es la pregunta que me hacen siempre
cuando le digo a alguien que soy del Mallorca. Cuando les digo que no me une
ningún vínculo familiar a la isla, su perplejidad va acompañada siempre de la
misma cuestión:
-‘¿Y por qué eres del Mallorca?’
Toca entonces una larga explicación
para justificar por qué me hice de un equipo tan modesto y lejano a Madrid, la
ciudad sonde nací y he vivido toda mi vida.
El caso es que no es fácil explicar
por qué me hice del Mallorca con ocho años. Hasta entonces, había sentido
simpatía por equipos cuyas camisetas me gustaban más (el Elche y la Real
Sociedad), pero aún no había decidido cuál iba a ser el equipo de mis amores.
Solo sabía que el Real Madrid no iba a ser ese equipo, para disgusto de mi
padre, que tuvo que soportar durante años el anti-madridismo de un mocoso, que
celebró cada uno de los cinco goles que el A.C. Milán le endosó al Real Madrid
en aquel partido inolvidable.
Así llegué a la temporada 1986/87.
El R.C.D. Mallorca era el equipo revelación y los medios le prestaban más
atención de la habitual. Fue así como cayó en mis manos un Don Balón en el que
se entrevistaba a Magdaleno, el ‘pichichi’ del equipo. Con una melena de
cantante heavy, aquel tío tenía pinta de todo menos de deportista. Pero la
confirmación de mi idilio rojinegro, se produjo cuando leí que nuestro
goleador, la estrella del club, había tenido problemas legales a causa de
ciertas sustancias no del todo legales. No sé por qué, con solo ocho años, aquello
me impresionó tanto que me decidió a hacerme del equipo de aquel futbolista con
pintas de guitarrista de Leño, pero sospecho que debía ser un niño un poco
raro.
El resto del equipo estaba a la
altura de aquél delantero con melena ‘ramoniana’; Ezaki Badou, Chano, Hassan,
Trobbiani, Orejuela, etc., parecían más el reparto de una película de Eloy de
la Iglesia, que un equipo de fútbol. Pero ese año el Mallorca acabó la
temporada en sexto puesto. Era el mayor hito de un club realmente modesto.
A
partir de entonces se sucedieron victorias y derrotas (más de estas últimas),
que yo seguían con la pasión de un niño, en una edad en la que pocas cosas son
más importantes que tu equipo de fútbol. La primera vez que recuerdo haber
llorado por él, fue en la temporada 1988/89, en la que perdimos la categoría en
una agónica promoción contra el Real Oviedo. La vi en un bar de Cullera, donde
veraneaba con mis padres, y recuerdo a un desconocido que me dijo que le
gustaría que ganáramos el partido, solo por ver mi alegría. Se lo agradecí en
el alma, pero el gol que nos hacía falta nunca llegó.
La
siguiente gran decepción que recuerdo, fue la final de la Copa del Rey contra
el Atlético de Madrid. Era la primera vez que el R.C.D. Mallorca podía ganar un
título y el destino, tan cruel a veces, no me permitía ver el partido, por
estar veraneando en Irlanda. Pedí a mis padres que me lo grabaran y no me
dijeran el resultado hasta que volviera. Lógicamente, no pude mantener mi
promesa y les conseguí sonsacar el resultado. Me sentí desolado al saber que
habíamos perdido. Cuando volví a Madrid, lo primero que hice fue ver el
partido. Esperaba un milagro, que mis padres me hubieran engañado con el
resultado, en un gesto de retorcido amor filial, para hacerme más feliz cuando
descubriera la inesperada victoria. Por supuesto, mis padres no eran tan
retorcidos y se me volvió a escapar alguna lágrima cuando vi el fatídico gol de
Alfredo en la prórroga.
Después
el equipo entró en crisis y tocó vagar por los campos de Segunda División.
Descubrí lo mortalmente aburrido que puede ser un partido de fútbol, en una
fría mañana de invierno, en la que salimos goleados contra el Real Madrid B.
Aprendí también que a veces no es suficiente con hacer las cosas a última hora,
en un ascenso que se nos escapó de las manos en el campo del Getafe, pese a
ganar el partido, apoyados por la marea de aficionados mallorquinistas que
llenaba las gradas de aquel destartalado estadio. Por supuesto, luego lo olvidé
y he seguido siempre la máxima de ‘no hacer hoy lo que puedas hacer mañana’.
Pasaron
loa años y el fútbol fue perdiendo el lugar privilegiado que ocupaba en mi
vida. Aún así, fui a ver la final de Copa a Valencia con mi amigo Óscar (sospecho que la común afición que sentíamos por el Mallorca tuvo bastante que ver en
el inicio de nuestra amistad). Era la temporada 1997/98, y el alcohol y la noche
ya nos gustaban más que el fútbol. Antes de entrar al estadio, ya bastante
borrachos, descubrí que había perdido una parte de la entrada sin la que no
podías acceder al campo. Aún no sé como conseguimos convencer al vigilante de
la puerta para que nos dejara pasar, pero pasamos. Allí vimos un espectáculo
heroico, épico, inolvidable; nuestro equipo aguantaba con 9 jugadores las
embestidas de un F.C. Barcelona que nos tenía encerrados en nuestra área.
Cuando acabó la prorroga lo celebramos como si ya hubiéramos ganado. Aún más
celebramos el error en la tanda de penaltis de un jugador blaugrana. Estábamos
a solo un gol de ser campeones de Copa y nuestro mejor jugador se dirigía al
punto fatídico. Nuestra confianza en Stankovic era ilimitada. Nada podía
fallar. Corrió con decisión hacia el balón y chutó engañando al portero, pero
el balón salió fuera por unos centímetros. Después de eso, solo podíamos
perder. Y perdimos.
Ya
no hubo lágrimas, aunque nos costó un buen rato aceptar esa nueva derrota; una
vez más, nos quedábamos a las puertas de la escurridiza gloria. En su lugar,
nos bebimos todo el whisky que fuimos capaces. Nos ayudó a cicatrizar la herida
y aprendí que las penas en buena compañía son menos penas.
Al
año siguiente llegábamos a una nueva final, esta vez de la Recopa, contra la
todopoderosa Lazio, construida a golpe de talonario. En semifinales habíamos
eliminado al Chelsea, un equipo en teoría muy superior al nuestro, al que
vapuleamos con descaro en dos partidos prodigiosos, con nuestro delantero Dani
en estado de gracia. Pero ganar la final contra la Lazio seguía siendo una
utopía, y las utopías muy pocas veces se cumplen. A la tercera no fue la
vencida y volvimos a perder.
Sería
injusto centrarme solo en las derrotas, porque lo cierto es que también hubo
grandes victorias; como aquella vez que ganamos 1-5 al Real Madrid en el
Santiago Bernabéu, liderados por un impresionante Samuel Etoo y dirigidos por
el gran Luis Aragonés, en la temporada 2001/02. Lo vi frotándome los ojos en un
bar de un pueblo de Almería, rodeado de aficionados del equipo blanco, que me
miraban con enfado cada vez que celebraba efusivamente los goles de mi
Mallorca. Aquel año el equipo acabó la liga en una increíble tercera en
posición, clasificándose para la Champions League. Sin embargo, el sueño no
duró mucho, siendo eliminados en la fase de grupos por el Arsenal, con el que habíamos
empatado a puntos, pero que nos superaba en la diferencia de goles.
Pero
la gran victoria del RCD Mallorca llegó en la temporada 2002/03, logrando por
fin alzarse con la Copa del Rey, tras ganar cómodamente al Recreativo de
Huelva, con goles de Pandiani y Etoo (por partida doble). Recuerdo haber leído
en ‘Fiebre en las gradas’, de Nick Hornby, que lo bueno de ser seguidor de un
equipo, es que cuando logra un triunfo importante o gana algún título, la gente
que te quiere o te quiso, se acuerda de ti. Esto puede ser cierto en Londres,
donde hay vida más allá de Chelsea y Arsenal, y equipos tan modestos como el Millwall, el Charlton Athletic, el Crystal
Palace o, incluso, el Leyton Orient, cuentan con una legión de seguidores,
sobre todo en determinados distritos de la ciudad. Pero en Madrid, todos los
aficionados que conocía eran del Real Madrid o del Atleti; por lo que tocaban a
demasiada gente para repartirse los afectos y felicitaciones. Yo no tenía que
compartirlos con nadie, hasta que en el instituto conocí a mi amigo Óscar (bien
es verdad que tampoco hubo grandes victorias que celebrar), y después, aún tocábamos a la mitad de la tarta. El día
que ganamos la Copa, tuve más felicitaciones que el día de mi cumpleaños. Dudo
que eso le pase a un aficionado del Real Madrid. Es la parte buena de ser de un
equipo tan modesto como el R.C.D. Mallorca. La parte mala, es que tienes
muchísimas menos victorias que celebrar.
Actualmente,
el equipo deambula por la segunda división, luchando por no descender al pozo
de la Segunda B. Hasta ahora lo han conseguido con agónicos triunfos ante equipos como el
Mirandés. Me he hartado a ver en televisión tediosos partidos, en los que
clubes como la Ponferradina, nos daban un repaso de escándalo, siendo incapaces
de dar dos pases seguidos. No me importa. Intuyo que es mi castigo por la
arrogancia de aquel niño, que un día, quiso sentirse diferente a todos los
demás.
Con
los años, la pasión por el fútbol, poco a poco, se va disipando. Ya no hay
lágrimas, pero puedo contar con los dedos de una mano las noches en que me he
ido a la cama sin saber el resultado de mi equipo. Siempre ha sido por causas
de fuerza mayor. Decía Jorge Valdano que ‘el fútbol es lo más importante entre
las cosas menos importantes’. Tal vez sea cierto.