Me encanta rebuscar en cajones
repletos de viejos discos de 7”. No me importa si no tienen funda o están
hacinados unos sobre otros como en una orgía del IMSERSO. Entre ellos, me
siento como un buscador de tesoros intentando encontrar el Santo Grial a precio
de saldo. Lógicamente, no suelo encontrar el Santo Grial, pero a veces aparece
alguna pepita de oro que me recuerda la ilusión de cuando era niño y encontraba
uno de esos codiciados cromos de los “últimos fichajes”. Aunque solo fuera por
esto, ya merece la pena mancharse un poco los dedos.
Pero no es esa la razón principal de mi afición, lo que más me gusta es
poder rescatarlos de su penosa miseria. Al llegar a casa me siento como el
enfermero de una residencia para viejos marineros; les doy una colcha de papel
para proteger sus cansados cuerpos del frío y, a los mejores, una manta de
plástico para disfrutar de su merecido descanso tras sus largos viajes por el
mundo.
Algunos llegan cojos, tuertos, con artrosis o con un poco de reuma. No
me importa. Tal vez ya no sean los más guapos ni los más perfectos, pero mi
residencia tampoco es la más lujosa. Me basta con saber que pueden disfrutar de
un poco de reposo tras haber regalado tantos momentos de felicidad a lo largo
de los años. Se lo merecen.
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